Mientras atravesaba el Aquerón, Alejandro recordaba sus grandes batallas. Queronea, Granico, Gaugamela. Inconscientemente intento tocarse las numerosas cicatrices obtenidas en sus batallas peleando como un titán en la primera línea de su invencible ejército. Pero estas habían sido dejadas en su cascarón mortal; su alma inmortal que recorría el camino hacia la entrada del Inframundo, estaba completamente libre de heridas.
En la otra costa del Aquerón lo esperaba Hefestión, su amigo inseparable que lo acompaño siempre fielmente a lo largo de toda su vida sosteniendo la brida de Bucefalo, el noble y potente corcel de Alejandro que cayó por las heridas recibidas en la batalla contra el Rey Poro. Al bajarse del bote, Hefestión le colocó la armadura de broce pulido con la Estrella Argeada brillando en el pecho y su yelmo con la forma de un león dorado. A continuación subió a su caballo y, acompañado de Hefestión y guiados por los tres jueces del Inframundo Minos, Radamanthys y Aiacos, avanzaron camino a las puertas de los Eliseos.
Durante el viaje numerosas almas se le acercaron, algunas alabando al Gran Rey, otras profiriendo insultos. Entre estas últimas sobresalían las almas de los habitantes de Persepolis, la gran capital persa que fue saqueada, ultrajada y quemada por órdenes de Alejandro.
También se le aparecieron las almas de Filotas, Parmenion y Clito. Al verlas el rostro de Alejandro se inundó de lágrimas; pero ellos le sonrieron y le dijeron “Te perdonamos Rey”.
Pudo observar también imágenes del mundo mortal. Vio a su Imperio desmoronarse mientras sus generales y amigos se peleaban por sucederlo. Vio a su amada Roxana y a su hijo asesinados. Finalmente vio a su cuerpo mortal cubierto de cicatrices, ser llevado por Tolomeo a la primera ciudad que fundó, Alejandría en Egipto, ahora prospera.
En ese momento llegó finalmente a la puerta de los Eliseos, y el mismísimo señor del Inframundo Hades, estaba esperándolo para permitirle la entrada a él, a Bucefalo y a su fiel amigo Hefestión. Al atravesar sus puertas sus cuerpos brillaron con luz dorada y pudieron ver frente de si una enorme reproducción del palacio de Pella refulgiendo delante de ellos. Unas últimas lágrimas recorrieron el rostro de Alejandro lamentándose que ya jamás podría ver el Ganges ni llegar al Oceano. Con este último pensamiento en su mente se adentró a su última morada.
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